EL ESCUDO DE JOTAN

Rafael Sánchez Ferlosio

Demasiado conocedor de los humores y las señales del Imperio, de las quietudes y las agitaciones de los pueblos de la Ruta de la Seda, de los aterradores torbellinos de polvo, de ventisca o de soldados del Kansú era el caravanero que traía alarmantes nuevas como para arriesgarse a no hacer caso de sus palabras cuando daba por seguro que aquella vez los alardes y preparativos del emperador con sus ejércitos iban de verdad. Por la experiencia de los tiempos se sabía que los emperadores respetaban a los pueblos y ciudades que tenían reyes o kanes o gobiernos completos capaces de rendirles cumplido vasallaje, que no es la simple entrega de los cuerpos, sino el ofrecimiento de los nombres, pero que destruían a las despreciables gentes que se dejaban vivir únicamente según las tradiciones, sin títulos de fundación y con poca o ninguna gerencia establecida. Y la ciudad de Jotán se decía: «Es nuestra perdición, que apenas si tenemos una cámara de comercio, una administración de azotes y mutilaciones y una inspección de sanidad de caravanas». Pero un fabricante de máscaras halló la solución: «Si no tenemos kan, lo fingiremos; si no tenemos justicia, la simularemos: si no tenemos soldados, yo enjaezaré cien caballos con sus caballeros y disfrazaré a quinientos jóvenes como de infantería, y con tal arte que únicamente la batalla que nunca habrán de combatir podría llegar a comprobar si sus armas son de hierro o de madera y sus yelmos y broqueles de bronce o de cartón».

Dicho y hecho. Toda Jotán se puso en movimiento. Y para la esperanza de salir adelante con su empeño no sólo contaban con la lentitud que es connatural a todo imperio, sino también con la consideración de que cualquier campaña de gran envergadura en el corredor de Kansú y en la Kasgaria que no quisiese abocarse a la catástrofe tenía que saber medir muy bien sus tiempos y calcular cuántos hombres o millares de hombres, en qué estación y debajo de qué cielos iba a tener a cada uno de los pasos del plan preestablecido. Así pudo Jotán disponer de tantos meses para armar su engaño que cuando al cabo empezó la primavera y las noticias de las vanguardias del ejército imperial comenzaron a hacerse cada vez menos remotas, los jotanenses se habían embebido hasta tal punto en los preparativos, y a tal extremo se habían compenetrado con la idea del espectáculo, que, temerariamente, parecían tener casi olvidada la índole ominosa y nada voluntaria ni nada placentera de la motivación original. En lugar de sentirse cada vez más temerosos, como quien ve venir el día de una terrible prueba, se mostraban cada día más excitados y llenos de impaciencia, como el que cuenta las horas que le faltan para la gran fiesta y no querría otra cosa que apresurar el paso de la espera. Una y otra vez, los más sensatos tenían que recordar a los demás que aquellas rigurosas paradas militares, aquellas aparatosas y fantásticas ceremonias ciudadanas, aquellas enguirnaldadas, hieráticas y reverenciales procesiones de doncellas, cien veces ensayadas ante un emperador de trapos viejos embutidos de heno o de borra de camello, no eran cosa de burlas ni de broma. Pero las risas de nácar de las mujeres de Jotán restallaban cada vez más incontenibles contra el cielo de seda azul y blanca del Kuen Lun.

La selección del que había de hacer de kan se hizo bastante trabajosa, pues nada hay más vanidoso en este mundo que un turco cincuentón, y fue ardua tarea conseguir la renuncia a papel tan prestigioso de una veintena larga de ricos prestamistas y tenderos, todos los cuales pretendían tener «una noble cabeza de mongol». Por el contrario, no hubo vacilación alguna para dar el papel de ajusticiado —pues me falta indicar que a fin de persuadir al emperador de la solidez de las instituciones de justicia de Jotán se había considerado indispensable incluir en el programa de las ceremonias una ejecución capital—, y como hombre de apariencia más abyecta fue al punto señalado un corasmio afincado en el oasis de Jotán y que tenía los dientes separados y, según juicio unánime, una sonrisa repugnante. Pero como era servicial y bondadoso, algunos que tenían un severo sentido de la dignidad le decían: «Tú, no», reprochándole que aceptase aquel papel tan feo por juzgar que el corasmio era merecedor de otro más honroso; a lo que él se reía, con sus horribles dientes, y decía: «No importa, que tendré una cabeza de reserva para el emperador y salvaré la mía al tiempo que las vuestras». Y es que el truco arbitrado para la ejecución era una cabeza falsa, copiando sus facciones, a llevar bajo el holgado sayo de los ajusticiados, para soltarla al tiempo de caer el hacha, escondiendo la propia como una tortuga, y con una vejiga de sangre de ternero, que reventaría en aquel instante salpicando el tablado y un poco en derredor.

Llegó el emperador, con su corte militar, su guardia y un ejército. Salió el falso kan con sus fingidas huestes, a una jornada y media de Jotán, a darle la bienvenida y ofrecérsele por vasallo con toda la ciudad. En una vasta pradera que había sobre los barrios altos, a la parte contraria del oasis, fue plantada la inmensa tienda de campaña, de seda amarilla, del emperador, y en derredor las tiendas rojas de los eunucos y las azules y negras de los mandarines, y luego el campamento de la guardia en sucesivas circunferencias concéntricas, hasta cubrir un área cuatro veces mayor que la ciudad. Sobre un radio de este círculo, desde la puerta alta de Jotán hasta el suntuoso dosel que daba entrada a la tienda del emperador, se formó una avenida de mil doscientos pasos, alfombrada en toda su longitud y permanentemente flanqueada por dos filas de lanceros inmóviles. A un lado de esta avenida, cerca de la ciudad, los carpinteros de Jotán tenían ya armado, desde semanas atrás, el cadalso para la ejecución, así como una gran tribuna con un palco cubierto para el emperador y un amplio graderío para los demás espectadores. Del centro de la tarima del cadalso arrancaba un mástil altísimo con un sistema de cuerdas para izar rápidamente hasta la misma punta la cabeza del decapitado, antes que nadie pudiese verla desde cerca y descubriese la ficción.

Pero la ejecución, al alba del día siguiente, salió perfecta en todo. El emperador sonrió benignamente al ver rodar aquella vínica cabeza y agradeció la ceremonia, expresándole al kan, por intermedio de un eunuco, que la función no había desmerecido de las ejecuciones del Imperio sino en la cantidad, pues allí las cabezas se cortaban sólo de mil en mil. Y todo siguió perfecto de ahí en adelante, salvo que conforme el día fue avanzando a través de la ininterrumpida sucesión de agasajos y de ceremonias, los jotanenses hubieron de verse cada vez más sometidos al asalto del más reiterativo y pertinaz de los ejércitos: el de la risa. Oleadas que iban y venían en acometidas contagiosas, que recorrían la extensión de la apretada y vasta multitud como las ondas del viento por las mieses, conatos que subían y bajaban en recurrencias cada vez más agudas e insistentes y más dificultosamente reprimidas, risas, en fin, unánimes, constantes, que si al principio podían ser interpretadas como expresión de una alegría sincera, aunque un tanto bobalicona y pegajosa, de los jotanenses por darse como vasallos al emperador, a la tarde empezaban a hacerse ya un poco desusadas, suscitando miradas de extrañeza, despertando cada vez más la suspicacia de los soldados y oficiales del Imperio destinados a compartir durante todo el día la presencia del pueblo de Jotán. Así que, cuando a la tarde, ya cerca de ponerse el sol, casi toda Jotán se desplazó hasta el campamento, y una gran parte de ella fue a engrosar hasta un punto escandaloso el ya nutrido número de los notables que acudían a la propia tienda del emperador para la recepción que éste les ofrecía como nuevo señor a sus nuevos vasallos, ya era casi imposible justificar las risas, más imposible aún disimularlas, y no digamos siquiera contenerlas.

Otro género muy distinto de extrañeza fue el que, entretanto, acometió a unos lanceros de la guardia al observar el inusitado comportamiento de los cuervos con la cabeza del decapitado izada todavía en lo más alto de su mástil; uno tras otro, en efecto, acudían a ella los cuervos volando desde lejos, pero no bien llegaban a pocos palmos de ella quebraban de pronto el vuelo, con un graznido entre de rabia y burla, y se volvían en el aire, alejándose aprisa, como enojados del insolente cimbel. Ansioso de averiguar aquel misterio, un oficial mandó al fin que se arriase la cabeza y al punto fue desvelado el simulacro. Varias escuadras de soldados fueron lanzadas a la busca y captura del reo prevaricador, que, estando desprevenido de cualquier persecución, fue habido fácilmente y apresado por el cuello en un pesado cepo de madera, que lo forzaba a ir en pos de los soldados como un perro llevado del collar para ser conducido ante los mandarines o tal vez ante el propio emperador. Tal muchedumbre había llegado a concentrarse, en este medio tiempo, como más que abusivo acompañamiento de los notables de Jotán, bajo la dilatada hospitalidad de los techos de seda del emperador, que la risa no precisó ya de las vías de la vista y el oído para correrse, extenderse y agigantarse, cabalgando la ola del contagio, puesto que ahora, aun antes de verse ni oírse unos a otros, aun sin reconocerlo como efecto de risa u otra cosa, ya el estremecimiento más leve y contenido recorría la multitud, directamente transmitido de uno en otro por el simple contacto de los cuerpos, casi en la forma pasiva e inevitable en que las cosas inertes y sin vida se comunican la pura vibración. Quedando así finalmente burlado por los ciegos resortes corporales todo freno capaz de sujetarla, la risa de los jotanenses se hizo abierta, total e incontenible. La risa se alzaba, pues, por vencedora, y el simulacro no podía ya desmentirse, aun a falta de toda precisión sobre su alcance, ni el entredicho podía ya ser soslayado. Eunucos, mandarines y oficiales, que, como dignatarios del Imperio, estaban haciendo los honores de la corte en la multitudinaria recepción imperial, viéndose ahora cada vez más embarazados y en suspenso, fueron quedando en silencio uno tras otro y volviendo, expectantes, la mirada hacia el emperador, que, inmóvil en su trono, inmóviles la mirada y la expresión, a la vez parecía no ver nada y estarlo viendo todo.

Como el abrirse de una flor, así de lento y suave fue el ir floreciendo la sonrisa entre los labios del emperador, que rompió luego en risa, vuelto hacia el falso kan y los falsos notables jotanenses, que se encontraban cerca de su trono, como invitándolos a volver a reír ahora con él. Y fue en el instante en que la risa estaba ya estallando en carcajada, cuando se vio abrirse paso entre la muchedumbre al oficial de guardia que, acompañado de una escuadra, traía al ajusticiado y su cabeza a la presencia del emperador. Se les dejó llegar hasta su trono y la imperial mirada pasó dos o tres veces de la cabeza viva que asomaba por encima del cepo de madera a su gemela muerta, que el oficial le presentaba sosteniéndola en alto por la cabellera; y el emperador volvió a reír y, siempre por intermedio de un eunuco, mandó soltar al reo. Éste, no bien se vio libre del cepo, se abrió un pequeño círculo ante el trono y, rescatando de manos del oficial su cabeza, simulada, improvisó, manejando aquella cabeza en mil posturas, con mil muecas, mil burlas, mil desplantes y mil reverencias, la danza o pantomima del bicéfalo, que llevó al punto más alto la hilaridad y el júbilo de la multitudinaria concurrencia. En esto empezó a oírse de pronto un chirriar de poleas y los enormes lienzos de la carpa corrieron por sus cuerdas, como un velamen que se arría, al tiempo que los telones que hacían de paredes y tabiques fueron cayendo al suelo uno tras otro; y arriba sólo se vieron ya palos y cuerdas contra el cielo estrellado y la lejana sombra blanca del Kuen Lun, mientras abajo, en medio, entre lienzos arriados o abatidos, los intensos faroles de la fiesta seguían alumbrando fuertemente a la apretada multitud de los jotanenses, ya mudos y demudados de estupor. Y por primera vez se oyó la voz del propio emperador, que dijo: «¡Arqueros!», y una rueda cerrada de arqueros apareció en la sombra todo en derredor, que dispararon sus arcos una y otra vez y vaciaron sus aljabas hasta que dejó de verse todo movimiento de vida entre los de jotán. Ya levantándose y separándose del trono, miró el emperador por un momento la explanada cubierta de cadáveres, y dijo: «¡Qué lástima! Eran, sin duda, unos magníficos actores. Pero yo soy mejor».

Los demás jotanenses fueron muertos donde fueron hallados, en el campamento, en la ciudad, en el oasis, huyendo hacia el desierto, hacia el camino de Pamir, a lanza, a sable, a daga, sin que importase el cómo. Sólo al ajusticiado mandó el emperador que lo sacasen del asaetamiento, para que le fuese dada aquella misma muerte que había hecho simulación de recibir. Y por eso el escudo que el emperador les concedió a los gobernadores chinos de Jotán representa una vara vertical de cuya punta cuelgan dos cabezas de idénticas facciones, anudadas por la cabellera, y con un cuervo posado en una de ellas comiéndole los ojos a la otra.

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Ilustración de Antonio Cobos