LA UTOPÍA DE JOAQUÍN TORRES GARCÍA

Henry Trujillo

Hablar de la pintura uruguaya en el siglo XX es, en gran medida, hablar de Joaquín Torres García. Más allá de la importancia de su obra, fue el fundador de una corriente –el Universalismo Constructivo- que ha ejercido una notable influencia, tanto entre sus continuadores como entre quienes no lo son. En su momento elaboró una compleja reflexión teórica sobre la expresión plástica y el arte en general. Pero sobre todo impactó en el imaginario del Uruguay de la segunda mitad del siglo, enriqueciendo su iconografía y logrando aceptación incluso en un público no especializado.

Desde su muerte, en 1949, la crítica se ha ocupado con detalle de su obra, así como del alcance de su teorización. En menor medida se han discutido las razones que explican el arraigo del Universalismo Constructivo en Uruguay. La pregunta es interesante porque implica traer a colación las siempre complicadas relaciones entre arte y sociedad.

De hecho, pueden encontrarse dos explicaciones sobre este punto. Una refiere a la propia personalidad de Torres García. Hombre tenaz, riguroso, convencido de sus ideas, su resolución y su infatigable trabajo como artista y como docente habría sido lo que le permitió imponer una concepción estética particular. Una segunda explicación es que el constructivismo, como obra pictórica y como filosofía del arte, habría hecho resonancia con ciertos valores centrales de la cultura uruguaya, permeable a una concepción semejante.

Ambas explicaciones son aceptables en primera instancia, pero por separado son insuficientes. Incluso, habría que completarlas con una consideración de la evolución del campo artístico en los años que siguieron al gobierno de Terra. Y habría que comenzar por pensar que la propia personalidad de Joaquín Torres García es, en sí misma, un producto atípico pero comprensible del Uruguay que, cuando nació en 1874, quería entrar en la modernidad.

Ser Algo

Joaquín Torres Fradera, padre del pintor, provenía de una familia de cordeleros catalanes. A los 19 años recaló en Montevideo buscando nuevos horizontes, según cuenta su hijo en una autobiografía titulada Historia de mi vida, probablemente escrita hacia 1934. En ella cuenta que Torres Fradera habría llegado “poco después de la independencia”, lo que no es muy creíble. Con el correr del tiempo alcanzó cierta prosperidad, instalando un almacén de ramos generales frente al mercado que funcionaba en la plaza de la Aguada (hoy ocupada por la Facultad de Medicina). A comienzos de los años setenta contrajo matrimonio con María García Pérez, una joven que poseía un “carácter de roca”. El matrimonio tuvo tres hijos, de los cuales el mayor es Joaquín.

La semblanza que Torres García hacía de su familia en 1934 no siempre es confiable. Su abuela materna era, cuenta, “una un tanto aristocrática señora”, proveniente de una “rancia” familia uruguaya. Se había casado con un carpintero de carácter violento, con el que tuvo veinte hijos, entre ellos su madre. Pero aunque algún elemento suene sospechoso (lo de “aristocrático”, por ejemplo) esas historias hablan con claridad de su niñez y las influencias que fue recibiendo. En efecto, destaca sobre todo la honestidad de su padre y la firmeza moral de varios de sus parientes, en general las mujeres.

Con esos términos se refiere a su abuela paterna –que conoció recién al llegar a España- su madre y abuela materna. En cambio, reniega del carácter violento de su abuelo materno, y se lo atribuye en herencia a su hermano Gaspar, aprovechando, de paso, para ajustar algunas cuentas. “Todo lo que es orden en él (aquí se refiere a sí mismo) es descuido en el otro, todo lo que es sensibilidad en uno es grosería en el otro, y por esto se detestan mutuamente”. La antítesis con su hermano deja bien en claro los valores que Joaquín aprecia: orden, rigor moral, disciplina.

Pero para una mirada más imparcial Gaspar aparece como un chico común y corriente, que con el correr de los años ejercería la profesión de odontólogo. Joaquín, en cambio, parece haber sido un muchacho bastante extraño y retraído. No menciona amigos importantes de su infancia. Se describe como alguien “que discrepa con su familia”. No ha concurrido a la escuela, pero su madre le enseñó a leer y escribir, y se descubre voraz consumidor de libros, ansioso de acceder a una cultura que adivina de lejos.

Es sintomática la extrañeza que revela frente a las manifestaciones de lo que mucho tiempo después José Pedro Barrán llamaría la “cultura bárbara”. Así, hablando de los gauchos que concurrían al almacén de su padre, los describe “como niños, pero al mismo tiempo (eran) fieros y terribles”. Parece haber algo de temor en ese comentario. Temor al desenfreno y a las pasiones ciegas. Estos comentarios, anecdóticos si se quiere, podrían vincularse a su posterior rechazo a la “liberación de los instintos” y los “excesos” que encontraría en algunas corrientes de la vanguardia europea.

Además de la moralidad, hay otro elemento interesante que Torres remite a su infancia. Al comienzo de Historia de mi vida, ha comentado que su padre anhelaba crecer, “ser algo, aunque en una modesta esfera”, para agregar de inmediato: “en su único hijo veremos esa misma ambición en desarrollo mucho mayor y en otro sentido”. Más allá de la inmodestia y del probable lapsus (“único hijo”), el reconocimiento del querer “ser algo” muestra que Joaquín Torres García captó los anhelos de los contingentes de inmigrantes que formaban las incipientes clases medias uruguayas, comprometidas con un proyecto de progreso. “Ser algo”, por otra parte, puede traducirse como “ser diferente” (de la masa, del pueblo inculto). Cuando la familia Torres García parte hacia Barcelona en 1891, tras varios descalabros económicos, el joven Joaquín ya tenía la intención de hacerse diferente a través del arte. Pasarían 43 años antes que el pintor regresara al Uruguay.

Europa

Tras radicarse con su familia en el pueblo de Mataró, Torres García comenzó sus estudios de pintor en Barcelona, una ciudad todavía periférica con relación al dinámico París de final del siglo XIX, pero ya sensible a las influencias del modernismo. Al tiempo que se iniciaba en la plástica, estudió –siempre como autodidacta- filosofía, en especial el neoplatonismo medieval, cuya influencia sería explícita en sus ideas sobre el arte. Más tarde tomaría contacto con figuras del noucentisme catalán (en particular Eugenio D’Ors) y trabajaría con Gaudí en la reconstrucción de los vitrales de la catedral de Mallorca, hacia 1902. En 1912, por recomendación del propio D’Ors, obtiene el encargo de pintar los frescos de una sala del palacio de la Diputación de Cataluña.

El trabajo no llegaría a concluirse. Criticado incluso por los representantes del noucentisme, alejado de la protección de D’Ors, la muerte de Prat de la Riba –presidente de la Generalitat- en 1917 interrumpe la obra, que sería más tarde cubierta por otras pinturas, durante el gobierno de Primo de Rivera, en 1924. Este hecho, particularmente doloroso para Torres García, no pudo ser solucionado pese a sus gestiones desde Francia, donde se encontraba en ese momento. Los frescos recién serían restaurados en la década del sesenta.

Pero en 1917 ocurre otro hecho significativo, cuando conoce a Rafael Barradas. El contacto mutuo probablemente enriqueció a los dos, y es posible que haya incrementado el interés de Torres por las vanguardias. A partir de 1920 emigra a Nueva York con la familia que había formado con Manolita Piña (se habían casado en 1909) y tras fracasar allí regresa a Europa. Es un período donde la elaboración teórica que había iniciado en Barcelona se interrumpe. En 1926 se radica, finalmente, en París.

Los cinco años de París son probablemente los más ricos en cuanto a actividad y marcan la evolución de su obra hacia lo que más tarde llamará constructivismo. Al mismo tiempo retoma la reflexión conceptual y comienza a desarrollar una actividad de difusión más intensa. En particular, forma parte del grupo que fundaría la revista Cercle et Carré, donde también participan Michel Seuphor, Mondrian y Hans Arp. La idea, al parecer surgida de una conversación entre Torres García y Theo Van Desbourg, era oponerse a la creciente presencia en el medio parisino de la pintura surrealista, reuniendo a aquellos artistas más cercanos al arte abstracto.

A pesar del éxito inicial –marcado por una exposición, en 1930, donde, además de los fundadores, exponen artistas ya muy conocidos, como Kandisnky y Le Corbusier- el grupo paga tributo a la falta de homogeneidad doctrinal. De hecho, el propio Van Desbourg se había alejado rápidamente quejándose del excesivo eclecticismo del movimiento. Michel Seuphor, encargado de la redacción de la revista, quita de un artículo de Torres una serie de conceptos demasiado irritantes para los precarios consensos que habían logrado. Pese a todo ello, Torres García mantuvo una actitud de moderador y articulador dentro del grupo, lo que no evitó su disolución poco tiempo después de la exposición. Pero llama la atención la diferencia entre la actitud moderada de Torres en París, y la que sostendría algunos años más tarde en Montevideo, donde recaló luego de un breve pasaje por Madrid. La crisis económica iniciada en 1929 obligó a migrar de nuevo. Torres sólo había logrado vender un cuadro ese año.

De nuevo en la aldea

El 30 de abril de 1934 Joaquín Torres García y su familia desembarcaron en el puerto de Montevideo. Lo esperaba un comité de bienvenida donde figuraban notorios intelectuales, como Alberto Zum Felde, y artistas como José Luis Zorrilla de San Martín, Domingo Bazurro, Milo Beretta y el poeta Fernando Pereda. En los días que siguieron a su llegada Torres García visitó la Universidad de la República, habló en una emisora de radio y hasta fue recibido por el presidente Gabriel Terra. Todo ello, a pesar que en Uruguay casi no había nadie que hubiese visto jamás uno de sus cuadros. La importancia de la recepción puede haber sido algo exagerada por las crónicas de la época. De todas maneras merece explicarse.

Debe recordarse que Torres nunca había dejado de intentar vincularse a su país natal, manteniendo correspondencia con figuras influyentes como José Enrique Rodó. Buscaba, sin éxito, algún tipo de apoyo oficial del gobierno uruguayo. Algo había logrado en 1911, cuando recibió el encargo de pintar el pabellón uruguayo de la Exposición Universal de Bruselas. Pero buena parte del logro se lo debió a la gestión de un amigo, el escritor argentino Roberto Payró, y en Montevideo hubo periódicos que se quejaron porque el destinatario de la obra era “un desconocido”. Por esas razones Torres no había pensado regresar a Uruguay hasta el mismo año de 1932. En Madrid, donde tampoco logró apoyo, había decidido probar suerte en México, hasta que una conversación con Eduardo Dieste lo hizo cambiar de idea.

Por otra parte, en Montevideo se había comenzado a hablar de Torres gracias a Rafael Barradas, que publicó artículos comentando su obra. Tras su muerte, en 1929, la mujer de Barradas continuó difundiendo la figura de Torres, al menos entre los allegados a su difunto esposo. También es importante la labor que asumió Gilberto Bellini, que había conocido a Torres en París. A esa altura, Bellini podía apoyar su tarea publicitaria en el prestigio que el pintor había alcanzado en París hacia 1930, por lo menos en cuanto a reconocimiento crítico, y también como miembro activo del movimiento de arte abstracto.

Todo ello no habría servido de mucho si no fuera que el carácter provinciano de Montevideo no excluía, sino que más bien alentaba, una aspiración a emular el refinamiento y los avances del arte europeo de entre guerras. El caso de Torres García puede ser entendido como una expresión más de la receptividad con que fueron acogidos muchos de los intelectuales que huían de las convulsiones que asolaban el viejo continente. La llegada de un artista de fama a la aldea alentó un conjunto de expectativas que cuajaron alrededor de su figura.

Una hoja en blanco

Esas expectativas se tradujeron en apoyos concretos. Más allá de las diferencias siempre existentes entre los grupos intelectuales y la elite gobernante, que se reflejaba en cierta desconfianza mutua en lo que al arte se refiere, la clase política de la época también era receptiva a las corrientes de vanguardia, así fuera sólo por emular a Europa. Este hecho se traducía en una suerte de proteccionismo estatal que alcanzó también a Torres García en la forma de una pensión mensual obtenida desde mediados de 1935. Entre otras razones, la medida respondía un petitorio que en tal sentido habían firmado ochenta y cuatro personalidades del ambiente artístico e intelectual uruguayo.

Otro elemento importante es que durante los quince años que vivió en Montevideo, Torres contó con ayudas significativas del grupo de amigos que lo rodeó –muchos de ellos eran personas pudientes- a través de la compra de cuadros, o incluso de ayudas puntuales en moneda contante. Ese mismo círculo sostuvo la Asociación de Arte Constructivo. Una fuente más de ingresos lo obtenía a través de la docencia en su taller, a pesar que el mismo recién se organizó formalmente en 1942.

Es probable que para Torres García todo esto señalara que finalmente había encontrado el medio en el que podría desarrollar su proyecto. Un proyecto que no se reducía a la fundación de una nueva escuela pictórica. Más bien, revestía, en palabras de Juan Flo, el carácter de una utopía, de “volver a las raíces religiosas del arte”. En Uruguay eso sería posible porque no se tenía una gran tradición propia, y se podría empezar desde cero. Una idea que recuerda un poco el pensamiento de los reformadores sociales del novecientos. Un país pequeño, joven, sin una larga tradición cultural, era apropiado para instaurar un país modelo, un “laboratorio social”, como llegó a decirse. Derrotada la barbarie, sólo quedaba un espacio vacío, como una hoja de papel en blanco, donde podía escribirse la historia de nuevo. La ausencia de tradición eliminaba la necesidad de conciliar los proyectos modernizadores con costumbres retrógradas.

Si Torres pensó esto, pasarían pocos años antes que se desengañara. Había descubierto que, lejos de escribir sobre una hoja en blanco, había intentado insertar su proyecto en una sociedad que tenía claros parámetros culturales. El primero de todos, el terror a los excesos, el carácter “amortiguador” y eclecticista del ambiente cultural.

Mientras en París su estrategia había sido la de generar un espacio de trabajo y un grupo de apoyo a través de Cercle et Carré, tal vez a costa de ciertas concesiones, en Uruguay no parecía dispuesto a hacer lo mismo. Poco después de su llegada, comenzó una serie de conferencias en los salones de la Escuela Taller de Arte Plástico, pero apenas intentó imponer sus concepciones se generaron conflictos. Torres ya tenía un pensamiento hecho sobre el arte y se negaba a adoptar una actitud conciliadora sobre el punto. “El constructivismo no se presentaba como una doctrina más”, explica Gabriel Peluffo, “sino como una doctrina excluyente: la única capaz de conducir a una suerte de redención individual y social a través del arte”. En el Montevideo todavía pueblerino de la época, la personalidad de Torres debió ser irritante, al punto de generarse intensas oposiciones. También, al mismo tiempo, intensas devociones.

En 1938, tras señalar que el constructivismo había fenecido como movimiento, y que en lo sucesivo la Asociación de Arte Constructivo dejaría la acción proselitista, Torres desarrolla su teoría del arte en forma aún más radical. Círculo y Cuadrado, la revista que editaba desde 1936, dejó de aparecer y fue sustituida por Removedor, que se presentaba como publicación oficial del Taller Torres García. Mientras que Círculo y Cuadrado tuvo un carácter moderado y abierto a la exposición de diferentes corrientes dentro del arte abstracto –probablemente porque estaba destinada a mantener el intercambio con los pintores europeos que compartieron el grupo de París-, Removedor tuvo una línea dura de defensa del pensamiento del maestro, a pesar de que él mismo no participó de la redacción. Al abandonar el propósito de realizar su proyecto, y por lo tanto volverse innecesaria la búsqueda de apoyos, Torres García pudo exponer sus ideas al desnudo.

No todo fue un fracaso, sin embargo. La escuela que fundó Torres García tuvo características que la hacen única en Uruguay, donde las corrientes plásticas que intentaban institucionalizarse en una organización no lograban sobrevivir mucho tiempo, y menos mantener una doctrina homogénea. Uno de los pocos intentos comparables que pueden encontrarse es el de los artistas de la corriente del realismo social, que tras la visita de Siqueiros en la década del veinte, buscaron constituir alguna modalidad de escuela, sin mayor éxito. Por esta razón el constructivismo constituye un fenómeno que merece ser pensado.

Arte anónimo y colectivo

A lo largo de su vida, la actividad artística de Torres García fue acompañada por una prolífica producción teórica, expresada en libros, artículos y una gran cantidad de conferencias. Juan Flo sostiene que esta teorización no debe considerarse un subproducto de la obra pictórica, sino más bien un determinante de ella. Debe entenderse, entonces, que la pintura de Torres –por lo menos la que corresponde al período posterior a 1929- se articula sobre la base de los principios teóricos: la estructuración de la superficie en una trama de líneas ortogonales, el uso preferencial de colores primarios, y la inclusión de un conjunto de figuras geometrizadas que funcionan a la manera de signos (el reloj, el hombre, el pez). Sin embargo, estas reglas son algo más que técnicas. Expresan una concepción del arte que, aunque incluida dentro de las corrientes modernistas, es antimoderna.

De hecho, el propósito más ambicioso de Torres García era restituir el arte como expresión religiosa. Como expresión de un sentimiento de unidad del hombre con el universo. La idea se entiende mejor por la negativa: en un mundo agotado por el materialismo, por el espíritu de lucro, el afán de riquezas, la debacle de los valores, el arte debía religar al hombre con su verdadera esencia. “Todo lo que he venido diciendo en estos últimos tiempos”, decía Torres en 1947, “es un verdadero alegato en pro del espíritu (es decir, del hombre verdadero, que por eso está en lo universal) contra la civilización materialista de nuestra época”. Como había ocurrido en los pueblos primitivos, cuando el arte no formaba una institución autónoma, debía recuperar su carácter ritual.

Es probable que Torres entendiera el arte ritual como una práctica que tanto expresa como recrea, en los individuos, el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Esto da sentido a sus críticas al surrealismo y, en particular, a Picasso (con quien tuvo un par de desencuentros en París). Al surrealismo le endilga el dar “rienda suelta a todos los instintos”, y al conjunto de casi todo el arte moderno, de abandonarse a la expresión subjetiva, entrando “en un mundo de locura y extravagancia”. Al analizar estas tendencias, explicaba que respondían “al sentir y la mentalidad del hombre de hoy. Nada lo gobierna a este hombre, sino su propio yo”. Por el contrario, Torres García pone el acento en la búsqueda de una unidad, que a su vez implica la recuperación de un sentimiento religioso presente, desde siempre, en cada ser humano.

También cabría esperar, entonces, la prédica de una impersonalidad absoluta, y la negación de la individualidad del artista. Muchas veces habla de su arte como “anónimo y colectivo”. La exaltación del individuo fue el aspecto más radicalmente defendido por las vanguardias, y la doctrina de Torres García parece eliminar al individuo. Sin embargo, en muchos de sus escritos defiende la libertad del artista. Tanto, que parece consciente de esta contradicción que es, en buena medida, personal.

No es la única contradicción que aparece en el pensamiento filosófico y estético de Torres García, y no interesa pensar cómo podría resolverse. Lo interesante es que esta contradicción expresa, en su forma, la que vivieron otros artistas e intelectuales a lo largo del siglo XX: como conciliar un proyecto que se quiere colectivo, igualador, recuperador de un ser humano corrompido por la “civilización materialista”, una utopía, como señala Flo, con el individualismo propio de quien quiere sobresalir, por medio del arte o de cualquier otra forma. De quien, en suma, quiere “ser algo”.

La conciliación

Podría ser aventurado intentar explicar la relación del Universalismo constructivo y su creador con la cultura uruguaya sin una investigación exhaustiva, pero al menos pueden arriesgarse algunas interpretaciones. Así, se puede intentar entender la figura de Torres en relación no sólo al Uruguay de los años treinta y cuarenta, sino al que lo vio nacer. Una primera observación es que algunos de los elementos de su historia personal resultan congruentes con su pensamiento adulto.

Por ejemplo, al rechazar la idea de un arte completamente autónomo, se rechaza también la idea del arte realizado por puro amor al arte, es decir, producido sin ninguna utilidad ulterior. Una concepción semejante resulta adecuada, en principio, para sectores sociales que por sus condiciones de vida no están urgidos por la necesidad de sostenerse mediante un trabajo manual. Por el contrario, el rechazo de este tipo de arte suele presentarse como expresión de aquellos sectores más alejados de la cultura legítima. La posición de Torres sugiere una especie de conciliación, negando la satisfacción hedónica del mero disfrute de la creación, y al mismo tiempo negando la subordinación del artista a cualquier fin material. La utilidad del arte no está en sí misma, ni en su contribución a una ideología, sino en resignificar una vida vaciada por la civilización materialista.

Se expresa aquí una relación problemática con el dinero, y con los fines prácticos inherente a la misma tarea de sobrevivir, que aparece a lo largo de toda la biografía de Torres. Recuérdese que proviene de una familia de inmigrantes de fortuna irregular, que nunca mostró un gran olfato comercial, y que durante largos períodos tuvo dificultades hasta para mantener a su familia.

Tomando en cuenta esto, la opción por el arte, y la resolución de dedicarse a ello a pesar de las dificultades, puede leerse como una transformación de esa limitación en virtud: si se es malo en ganarse la vida mediante un oficio común, más vale dedicarse a algo que no sea común y recompense, simbólicamente, ese fracaso anticipado. Incluso, el anhelo de reconstituir el oficio de pintor en el sentido medieval del término – una comunidad de maestros y aprendices- puede tener implícito el temor a los avatares de la vida del artista independiente, siempre a merced de los caprichos del mercado y los marchands. Y por cierto que nunca habló bien de éstos.

Parece posible descubrir la continuidad entre el muchacho que “discrepaba” con su familia y se cultivaba solo, y el artista adulto que sostiene su arte desde una concepción no siempre comunicable, más bien quimérica, e intenta realizarla en una realidad que, al decir de Juan Flo, parecía sólo capaz de absorber una ideología formalista “estándar”, y no el “complejo y desmesurado pensamiento del maestro”. De allí que el constructivismo, en su versión más dura, no tuviera continuidad. Aún cuando el Taller Torres García continuó trabajando durante bastante tiempo, al faltarle su mentor fue perdiendo el perfil nítido que lo caracterizó en vida de aquél.

Pero la acción de Torres no es suficiente para explicar su arraigo. Es necesario suponer que, aunque alejándose de las nociones más metafísicas del constructivismo, la corriente encontró en las características de la cultura uruguaya de mediados de siglo un caldo de cultivo relativamente adecuado. El arte de Torres García, austero y despojado, construido buscando la unidad de todos los elementos y la eliminación de lo superfluo, pero que también deja entrar elementos de sensualidad y representación, resulta comprensible en un país que detesta los excesos, pero que goza con cierto hedonismo contenido.