GONZALO PAREDES

Gonzalo Paredes nace en Montevideo en 1963. Es psicólogo, y terapeuta psicoanalítico. En 1989 publicó, bajo el seudónimo ‘Pablo Lazábal’, el relato Uno en el semanario Brecha. Desde 1998 coordina talleres vivenciales de escritura en diversas instituciones. Ha ejercido el periodismo. Los presentes relatos pertenecen al libro Un puente largo y antiguo (2001) publicado por editorial Cauce, volumen perteneciente a la colección De los flexes terpines dirigida por Mario Levrero.

UN ESTILO

Ella dialogaba de un modo muy particular. Quiero decir que, por ejemplo, usaba palabras que no coincidían del todo con el clima habitual de una conversación. Se empecinaba en usar palabras que ella consideraría neutrales, no ofensivas y más bien aclaratorias. Y no las usaba mal, al contrario; por momentos uno sentía cierta admiración por su estilo, que traslucía un pensamiento claro y bien articulado. Y uno no tardaba en descubrirse copiándole. Uno terminaba hablando como ella y sintíendose vagamente culpable si no hablaba así. Su mera presencia hacía que uno se sintiera culpable. Era una mujer que se imponía a fuerza de claridad y de inteligencia. Con todo, uno terminaba rechazándola. No era posible que siempre se saliera con la suya. No era posible que siempre tuviera la razón. Había algo hipnótico en su estilo, y cuando uno se daba cuenta y despertaba del trance, uno se sentía mal y quería desquitarse. Uno intentaba desquitarse y ella, nuevamente, se salía con la suya. Su lógica era perfecta. No había manera de ganarle. Uno nuevamente terminaba hablando como ella. Pero el ánimo revanchista se diluía para siempre cuando uno descubría que ella hablaba así sin darse cuenta, convencida de que así hablaba todo el mundo y de que no era en absoluto un estilo suyo. Y si alguien le hablaba de otro modo, a ella le sonaba un poco raro y amenazante y se defendía hablando como ella creía que hablaría cualquiera. Y cuando el otro se plegaba finalmente a su manera de hablar, ella corroboraba, con íntima satisfacción, una vez más, que así se hablaba. Puestas así las cosas, lo único que cabía hacer era aceptarla. Uno la aceptaba, pues uno a la larga entendía cuánta oscuridad había detrás de la claridad de esa mujer, y cuánta debilidad detrás de su fuerza.

GENTE MUY ESPECIAL

Ella se pasea desnuda delante de mí, que estoy leyendo y tomando café en el sillón de la sala. No es algo inusual, lo de ella ni lo mío; estamos así muchas veces en estos fines de semana, yo enteramente vestido, ella desnuda, sin pudor pero sin exhibición. No lo hace para provocarme sino simplemente porque se da una ducha, sale del baño y como hace bastante calor se queda así, cómoda; después de todo está en su casa y yo la he visto millones de veces desnuda; no es algo que me cause ya una tremenda, incontenible excitación. Anda desnuda por la casa como si estuviera vestida, con los mismos movimientos, actitudes y palabras. Se va a la otra habitación, oigo que enciende el televisor y se sienta en el silloncito; la veo a través de la puerta

abierta. Toma unos ovillos de lana, rojos y amarillos, de una lata de galletas, y dos largas agujas. Comienza a tejer, con los ojos alternando entre el subir y bajar de las agujas y la pantalla del televisor, que no veo pero oigo (voz de doblaje, insoportable). Dejo el libro, la taza, me levanto y entro a esa habitación. Me quedo parado cerca de la puerta, con las manos en la cintura; empiezo a decirle lo que tenía que decirle y, mientras tanto, siento que es ridículo y cómico hablar así con una mujer desnuda, que teje sentada. Parece la antítesis del erotismo; sin embargo le miro los minúsculos pezones, oscuros, y el vello oscuro, casi negro, entre las piernas. Ella responde, estamos en un diálogo de lo más banal, me llega el olor a jabón perfumado que despide su cuerpo, que también despide una especie de teoría flotante, de que la desnudez no debe asociarse, siempre, con la sexualidad.

Alhajar

En algún momento de nuestra conversación, ella usó la palabra "alhajar". Y yo seguí conversando, pero en el fondo pensando en esa palabra. Era rara, al menos en boca de una mujer joven. Así hablaría mi abuela, pensé. Y eso me había hecho suponer que esa mujer sería rígida, mucho más rígida de lo que parecía. Me sentí levemente estafado; era notorio su esfuerzo por dar ante mí una imagen actualizada y, sin embargo, al primer descuido, le surgía la palabra "alhajar". "Alhajar mi apartamento", había dicho. Y lo había dicho en un tono tan pomposo que yo me la había imaginado colgando alhajas de las paredes de su apartamento, colgando alhajas y casi bailando una especie de minué, llena de ínfulas y de consciencia de clase. Se lo hubiese perdonado, si el suyo fuese un caso irremediable; pero ella no había nacido en ninguna de esas zonas donde la gente se vuelve inevitablemente pretenciosa; ella había nacido al oeste del Centro, y a veces se jactaba de su origen trabajador.

Me di cuenta de que, tal vez, esa mujer no era para mí.

(El País Cultural – 31.20.03)