SIN LUGAR PARA LOS DÉBILES

Sin lugar para los débiles
Por Tomás Eloy Martínez
(La Nación)

Entre las grandes películas de 2007 sobresale una extraña obra maestra, Sin lugar para los débiles, la única que los hermanos Ethan y Joel Coen han filmado juntos y quizá la mejor de las doce joyas en las que se dividieron la producción y la dirección. Es una obra amarga, implacable. Las alas del mal rozan cada una de sus imágenes y erizan el corazón de los espectadores. Aunque sucede en los Estados Unidos de los años 80, refleja el país de ahora, en el que agonizan las tradiciones de tolerancia, igualdad y justicia que se forjaron hace más de dos siglos.

El género que mejor le cuadra es el del cine negro, cuyos orígenes se remontan a M, el vampiro de Düsseldorf, retrato siniestro y anticipado del nazismo con el que Fritz Lang se despidió de su Alemania natal, en 1931.

Como M, las mejores obras de ese linaje aparecen en las épocas de incertidumbre y desencanto. Sus héroes son perdedores sin remedio, que se alzan contra villanos cínicos y políticos corruptos, pero no para limpiar el mundo sino para expresar desdén por un futuro sin esperanza. Suceden siempre en las fronteras entre una época y otra, y sus personajes jamás son de una pieza. Van y vienen del mal al bien y, como no saben dónde detenerse, por lo general se quedan en el ambiguo limbo entre los dos.

De esa materia oscura están hechos algunos clásicos de los años 40 como El sueño eterno y El cartero llama dos veces, y las obras mayores de las décadas siguientes: Sed de mal (Orson Welles, 1958), Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), Perros de la calle (Quentin Tarantino, 1992), L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997).

Sin lugar para los débiles expande los horizontes del género y le añade una figura tan compleja como arriesgada, la del asesino serial, de la que también M fue un ejemplo precursor. El guión de los Coen respeta con extrema fidelidad la novela de Cormac McCarthy sobre la que está basada, cuyo título en inglés, No Country for Old Men, fue tomado de un poema de W.B. Yeats, Hacia Bizancio: “Aquél no es un país para hombres viejos”.

Hace poco, McCarthy fue situado por el crítico Harold Bloom entre los mejores narradores contemporáneos, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Philip Roth. No es un juicio excesivo para alguien que escribe con la transparencia de Hemingway y la profundidad crispada de William Faulkner.

Llewelyn Moss (Josh Brolin), un veterano de Vietnam que malvive de la caza de antílopes en una casa rodante, halla en un páramo, al oeste del estado de Texas, un cargamento de heroína y una valija con más de dos millones de dólares. Alrededor yace una docena de cadáveres. El lamento de un mexicano malherido que pide agua interrumpe su retirada. Supone que es el chofer de la camioneta en la que han llevado la droga de un lado a otro de la frontera. Toma el dinero y abandona al hombre agonizante en el desierto. A la noche, el remordimiento no lo deja dormir y comete un error de perdición. Regresa al lugar de la matanza para entregar el agua que por codicia había negado antes. El desconcierto ético es una de las marcas inequívocas del cine negro. Se observa en los personajes más duros de El padrino y en la compasión de los gangsters de Scorsese. La ausencia de brújula moral es una representación de la fatalidad, el desierto sin Dios de los perdedores.

Llewelyn Moss está condenado a la fatalidad de la culpa y a la ansiedad por lavarla. Hace lo que hace para que los espectadores se pregunten si su error fue robar un botín de traficantes o soñar con una vida mejor en un país implacable con la gente, donde no hay ya lugar para los sueños. “Este país es duro”, se lamenta uno de los personajes. “Duro e insensato. Se le ha metido el demonio y nadie parece darse cuenta.”

El sheriff Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), un veterano de la Segunda Guerra Mundial al que condecoraron por una acción de la que se arrepiente, se ha lanzado a la búsqueda del bien desde que regresó a Texas. Cree en la diáfana división entre bien y mal, y sufre porque la experiencia del pasado lo contradice. Está a punto de jubilarse y todavía no sabe si se ha equivocado. “Pensé que cuando envejeciera Dios llegaría a mi vida”, dice, decepcionado: “No llegó”. El mal, en cambio, se hace presente a cada instante y lo acerca más y más a la desilusión.

Bell busca a Moss para volverlo a la buena senda y evitar que Anton Chighur (Javier Bardem) lo encuentre primero y lo mate. Los interesados en el dinero son muchos, pero Anton –un sicario y psicópata que trabaja solo– es el más obstinado. Uno de los hombres que compiten en la búsqueda del botín pregunta si Anton representa gran peligro. ¿Comparado con qué –le responden–, con la peste bubónica? La peste, el mal absoluto, el vacío de la conciencia: Anton es peor que todo eso. Combina la impasibilidad de Hannibal Lecter con el automatismo de Terminator. Luce un peinado asombroso y ridículo del que por prudencia nadie se ríe. Toma lo que necesita para cumplir sus fines, sin dudas y sin piedad. Avanza por las rutas provisto de un arma neumática para sacrificar ganado con la que vuela cerraduras y asesina seres humanos. Su mirada y sus desplazamientos de serpiente inspiran un horror de otro mundo. En Sin lugar para los débiles, Anton es el arquetipo de las penumbras más siniestras que han caído sobre los Estados Unidos: alguien para quien no hay un otro y que avanza por todas partes sembrando la desgracia.

El dinero y la violencia están en el centro de la trama: ésa es una regla del género que los Coen han respetado también en sus otras películas negras. En De paseo a la muerte (Miller’s Crossing), el dinero enfrenta a dos gangsters (uno irlandés, el otro italiano) por el control de las apuestas y el alcohol en la década de 1930. En Fargo, un hombre planea el secuestro de su esposa para que el suegro pague el rescate. En El hombre que nunca estuvo un peluquero extorsiona al jefe y amante de su esposa para conseguir los diez mil dólares que le permitirían instalar una tintorería. La violencia va desde lecciones de asesinato (“Con el primer tiro lo derribas, luego le metes una bala en el cerebro. Ahí se muere. Entonces vamos a casa”) hasta el entierro de un hombre vivo.

Una señal de estilo de los Coen es el humor absurdo, que deriva de la pasión con que observan los desvíos de la realidad. Aunque Sin lugar para los débiles es su película más oscura, provoca risas involuntarias cada vez que Anton Chighur aprieta el gatillo de su arma extravagante o cuando Moss pide que llamen a un médico y su lamento es ahogado por una banda de mariachis que pretende alegrarlo.

Los Coen desdeñan las mujeres fatales, que fueron otra marca del género. En vez de figuras voluptuosas e insinuantes como Rita Hayworth, Verónica Lake, Ava Gardner o Gene Tierney, prefieren derrotadas como la esposa de Moss, a quien el marido involucra en la historia, o como la policía de Fargo, que resuelve varios crímenes moviéndose con la pesadez de sus siete meses de embarazo.

Sea cual fuere el destino que Sin lugar para los débiles tenga en el catálogo de los premios de 2007, su retrato de una época despiadada sobrevivirá. Es una de las parábolas más certeras del desconcierto moral en que el gobierno de George W. Bush ha sumido a un país, donde soplan vientos tóxicos que hace apenas seis años nadie imaginaba, como la tortura legalizada y el espionaje a la intimidad de sus habitantes.