TRES VISIONES SOBRE CORMAC MCCARTHY

En la frontera del mal
“Meridiano de Sangre” de Corman McCarthy
Javier Pérez de Albéniz (el mundo)


El escritor estadounidense Cormac McCarthy es un coloso. Heredero de los mejores Faulkner y Whitman, ha sabido coger del primero la riqueza literaria y del segundo el lirismo. Tal vez por eso sus libros resultan tan épicos como las películas de John Ford, tan polvorientos como un blues de Robert Johnson y tan vigorosos como el trote de un semental. «Meridiano de sangre» es el mal en estado puro.

En esta brutal novela crea un universo despiadado y salvaje donde reina la violencia y los hombres son bestias desbocadas. «Meridiano de sangre» es el mal convertido en razón de ser, en el único Dios al que rendir cuentas. Los tres protagonistas, el chaval, el juez Holden y los héroes anónimos que se cruzan en su camino, pertenecen a la frontera. Un territorio de nadie entre Texas y México donde, a mediados del siglo XIX, los instintos son primitivos y las matanzas de indios y mexicanos habituales. Y es que con McCarthy el mundo se ve sometido a los valores de la naturaleza más primitiva, donde nada tiene sentido si no se sufre, se sangra y se muere. Por eso este libro goza la aureola de hechizo que crece en torno a la crueldad más abominable.

Todos los viajeros que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos, o que visitan esos espacios mestizos a ambos lados de la línea, deberían leer este libro. Después nada es igual.

“No es país para viejos”
Violencia Lacónica
Por Tomás Harris (paula)


El tiempo que todo lo destruye y que sólo da lugar a la violencia y a la crueldad es el sello de Cormac McCarthy. Su prosa, heredera de William Faulkner y de Flannery O’ Connors, se sitúa fundamentalmente en Tennesse, el viejo Sur y pueblos fronterizos con México, siempre tierra de nadie y para nadie. Sus escenarios son tan desolados como su escritura: desiertos, moteles carreteros, caminos perdidos y gasolineras mustias. En estos espacios sobreviven a los nuevos tiempos, personajes que actúan más hablan, como en los westerns crepusculares de Clint Eastwood. Cuando hablan es para expresar nostalgia de los tiempos irrecuperables, como reflexiona el viejo sheriff, veterano de la segunda guerra mundial, narrador implícito de No es país para viejos: “Esas cosas ya no se ven, pero se ven peores.”

No es país para los viejos es una novela donde se muestra que la violencia es lacónica, que necesita sólo de las palabras necesarias. Su trama es una mezcla de thriller y western posmoderno, aparentemente simple, pero fracturado por ambigüedad y sentido oculto. La novela se estructura entre los sucesivos monólogos de un viejo sheriff de la antigua escuela, que está a punto de jubilarse. En una constante contraposición, reflexiona sobre su tiempo y el actual: “La otra cosa son los viejos (…) Me miran y es siempre con una pregunta en la mirada. Años atrás no recuerdo que eso pasara.” Por otra parte se desarrolla el relato propiamente tal, que con una sorprendente fuerza extraída de su concisión, y una poética de la violencia a lo Peckinpah, no da tiempo al lector para sobreponerse entre un asesinato y otro, mientras seguimos las huellas de una persecución implacable, por desiertos, carreteras perdidas, moteles y ciudades somnolientas.

Este arranque narrado por McCarthy con precisión, lo protagoniza el silencioso sicópata Anton Chigurth, uno de los más despiadados asesinos literarios, que entre sus maneras favoritas de matar, cuenta con una “especie de cosa como las bombonas de oxígeno para el enfisema y una manguera conectada en la manga con una pistola de aire comprimido que usan en los mataderos”. Además aparece el veterano de Vietnam Llewelyn Moss que vive de la caza furtiva de animales. Moss descubre, en medio de sus jornadas de cacería, un violento enfrentamiento entre narcos que sólo ha dejado a un sobreviviente y una maleta llena de dólares. Y por ese puñado de dólares y un acto de piedad, que termina delatándolo, Moss debe huir durante gran parte de la novela de Chigurt. Finalmente, una vuelta de tuerca lo transforma de cazador de presas animales en presa acorralada que paradójicamente logra sobrevivir, gracias a las tretas aprendidas en la guerra.

En suma, No es país para los viejos es una novela cruel sobre la crueldad, una historia sobre la intrahistoria norteamericana que va acorralando a aquellos que aún tienen un ápice de humanidad; una reflexión sobre la condición humana, como sobre los tiempos desalmados que corren.

El dinero robado a los narcos es el eje que mantiene activa la trama, pero la verdadera historia subyacente, es el símbolo que ese dinero adquiere. Dólares que provocan el crimen y la pérdida amenazante y desoladora, de toda huella de humanidad y empatía entre los personajes.

Lo más inquietante es que McCarthy, al tenernos en vilo durante sus 242 páginas sangrientas, nos recuerda que el lector, o sea nosotros, somos un personaje más de la permanente confrontación con el mal.


Cormac McCarthy ¿Trágico renegado?
por Andrés Ibáñez (abc)


Perrmítanme que les hable en esta ocasión de Cormac McCarthy, el nuevo ídolo de los chicos de la generación del gin. En la contraportada de uno de sus libros leo que se sabe muy poco de su vida, que se dice que de joven “llevó la vida de un vagabundo” y que vivió debajo de una torre de perforación petrolífera. Claro, con una vida así, uno comprende que escriba siempre esas historias violentas, descarnadas y llenas de furia primitiva que llenan sus novelas.

El Cormac McCarthy real nació en Rhode Island en 1933y creció en Tennessee, donde su padre trabajaba como abogado. Después de asistir a una escuela católica fue a la universidad de Tennessee, donde se graduó en artes liberales, pasó cuatro años en el ejército (tres de ellos en Alaska, donde fue el presentador de su propio programa de radio, igual que Chris Stevens de Doctor en Alaska) y luego regresó a su universidad, donde publicó dos relatos y ganó el Premio Ingrall-Merill duramte dos años consecutivos. A continuación se marchó a Chicago, comenzó a escribir su primera novela y se puso a trabajar como mecánico de automóviles.

No por mucho tiempo: en 1965, antes de que la novela saliera a la luz, recibió una beca de viajes de la Academia Americana de las Artes y las Letras que le permitió visitar Irlanda, la tierra de sus ancestros, y al año siguiente una beca de dos años de la fundación Rockefeller gracias a la cual pudo viajar por toda Europa y asentarse por una temporada en la elegante y glamorosa Ibiza. En 1969 recibió una beca de escritura creativa de la Gugenheim Fellolwship. En 1981 recibió otra beca, esta vez una de las llamadas “becas para genios” de la McArthur Fellowship,, que le permitió escribir su novela más famosa, Meridiano de sangre. Poco después, McCarthy lograría el éxito comercial con Todos los hermosos caballos.

Trágico renegado

Todo esto me parece estupendo. Pero ¿por qué un escritor surgido de la universidad y que ha vivido la mayor parte de su vida de becas y ayudas a la creación ha de presentarse ante sus lectores como un trágico renegado que surge del polvo y la violencia de los caminos? ¿Por qué el lector ha de suponer enseguida que la violencia de las novelas de McCarthy brota inconteniblemente de su terrible experiencia vital?

Cuando uno lee un par de páginas de Cormac McCarthy, normalmente las del principio de algunas de sus novelas, tiene la sensación de que está leyendo al mejor escritor de la historia. Cuatro o cinco páginas más allá, la ilusión se desvanece y la fulgurante sucesión de frases geniales se ve reducida en seguida a un tedioso recuento de acciones monótonas y diálogos vacíos. Los “retazos morados” de los que hablaba Wilde nunca fueron tan retazos como lo son en McArthy: paisajes aislados de prosa genial que no tienen una verdadera función constructiva y que no son otra cosa que retazos, sí, pasajes coloreados, adornos.

Las novelas de McCarthy son, por lo demás, muy aburridas. Sus metáforas son retorcidas y artificiales y no logran conjurar verdaderas imágenes sensoriales o ambientales. No escribe con la imaginación, sino con la mente. Su búsqueda continua de efectos y efectismos es cansada y deprimente. En sus obras no hay verdadera narración, ni tampoco descripción, ni tampoco ninguna combinación de ambas, sino una extraña sucesión de acciones y hechos tediosos, repetitivos y mecánicos. Lavó el plato metálico con arena, lo guardó, se quitó la bota, se abrochó la bota, se puso el sombrero, se metió los dedos en la boca, silbó al caballo, y así página tras página.

Cuando repetimos una palabra muchas veces, llega un momento en el que se convierte en un simple ruido y ya no sabemos lo que significa. Con las novelas de McCarthy pasa algo parecido: después de leer cincuenta páginas seguidas de uno cualquiera de sus libros uno ya no sabe qué es lo que está leyendo, ni tampoco qué es una novela ni tampoco qué es una historia, o contar una historia, o qué es exactamente la literatura.

Para salir de este abotargamiento, McCarthy emplea el recurso más fácil: llena el texto de escenas asquerosas y violentas. Asco y violencia, la fórmula infalible para que los tontos se crean que están ante un “documento estremecedor” imbuido de un “realismo desgarrador”. La violencia de Meridiano de sangre, por ejemplo es repelente, pero sirve al menos para sacudirnos del adormecimiento de los viajes interminables, insensatos e informes que constituyen la mayor parte de la novela.

En realidad las novelas de Cormac McCarthy no hablan de un mundo primitivo y distante, sino de nuestro presente urbano y pluritecnificado, una realidad puramente visual y factual donde las sensaciones reales nos son cada vez más ajenas y donde nos dedicamos a consumir obras de arte y de entretenimiento que nos proporcionan experiencias falsas, coloreadas de peligro oexotismo, pero finalmente vacías y carentes de sentido.

Sorprendió ver al escritor Cormac McCarthy (Meridiano de sangre, Ciudades en llamas) en la entrega de los premios Oscar cuando anunciaron que el filme de los hermanos Cohen, No Country for Old Man, basado su novela homónima, había obtenido la estatuilla. Este novelista norteamericano (1933) suele vivir apartado del mundo y su bullicio. Como los personajes de sus libros: extremos y lacónicos.