Ignacio Echevarría
I
Es sabido que, durante largo tiempo, los estudiosos descartaron la
existencia de una lírica popular en castellano. Fue Ramón Menéndez Pidal el
primero que especuló sobre su existencia soterrada, en una célebre
conferencia dictada en 1919. Pocos años después, el descubrimiento de las
jarchas mozárabes confirmaba rotundamente las intuiciones de Menéndez Pidal.
En poco tiempo, los estudiosos estuvieron en condiciones de reconstruir, a
partir de testimonios dispersos –conservados en las crónicas y en los
cantarcillos de los siglos XV y XVI, así como en glosas y refundiciones del
Siglo de Oro–, un importante caudal de lo que cabe entender por lírica
primitiva en castellano. Dámaso Alonso la caracterizaba como una "poesía
blanca, breve, ligera, que toca como un ala, y se aleja dejándonos
estremecidos, que vibra como un arpa, y su resonancia queda exquisitamente
temblando". Esta caracterización sirve bien para buena parte de la lírica de
tipo tradicional, pero no termina de hacer justicia a la oscura congoja que
predomina en piezas como las siguientes:
A la hembra desamorada
a la delfa le sepa el agua.
*
Si de vos, mi bien, me aparto,
¿qué haré?
Triste vida viviré.
*
En Ávila, mis ojos,
dentro en Ávila.
En Ávila del Río
mataron mi amigo,
dentro en Ávila.
*
Veo que todos se quejan,
yo callando moriré.
En la lírica tradicional, estas y otras piezas de singular intensidad suelen
estar puestas en boca de mujeres. Mujeres, muchas veces, desgarradas por la
ansiedad o por el abandono, por la traición o la pérdida, a menudo
prisioneras de su propia condición sexual. Se trata, en general, de piezas
en las que se oye, seco, el crujido aislado de un lamento convertido casi en
gemido. Todas muestran una sencillez de canto rodado, de piedra pulida por
el tiempo; expresan una emoción reducida a su puro germen, desprendida de
toda adherencia sentimental o retórica.
II
En su ceñida introducción a las *Poesías completas* de Idea Vilariño
(Montevideo, Cal y Canto, 2002; recién reeditadas en Barcelona, Lumen,
2008), Luis Gregorich dice que su filiación debe buscarse "en los viejos
místicos españoles, en la gran tradición de la poesía femenina que empieza
con Safo, y –no menos decisivamente– en el dramatismo hondo e ingenuo de la
canción popular". Bajo el epígrafe de "canción popular" cabe incluir, sin
duda, la primitiva lírica española. Lo cierto es que Idea Vilariño (nacida
en Montevideo, en 1920) se formó en un ambiente literario marcado, entre
otras, por la fuerte impronta de la llamada generación del 27, algunos de
cuyos representantes más destacados se inspiraron abundantemente en la
poesía de tipo tradicional. Las imitaciones de poesía popular más o menos
logradas, más o menos estilizadas, más o menos imbuidas de ingenuismo, de
humorismo o de surrealismo, fueron práctica corriente entre aquellos poetas,
que de este modo prolongaban una tendencia apuntada ya, al menos en España,
por la poesía de Antonio Machado y por el magisterio determinante de Juan
Ramón Jiménez. La afición por las formas tradicionales derivó no pocas veces
en una impostación folclorista extraña por completo a Idea Vilariño, pero el
caso es que, muy precozmente –corre la década de los treinta–, ésta hubo de
afinar su oído poético en la captación de lo que ese neotradicionalismo
lírico entrañaba de gusto por las formas sencillas, depuradas.
Muy pronto, la poesía de Idea Vilariño emprende la conquista de una
sencillez, de una desnudez, de una nitidez consecuentes con su búsqueda de
un lirismo esencial. En el transcurso de su trayectoria, su voz poética se
va despojando, de modo cada vez más radical, de toda coquetería, de todo
artificio, de todo adorno, adquiriendo su poesía, en unas pocas décadas, esa
misma calidad pulida, de canto rodado, que posee la lírica primitiva. Basta
contrastar entre sí algunos poemas de Vilariño para ver de qué modo ocurre
esto. El poema número 44 de *No*, por ejemplo, escrito en 1966, reescribe
escuetamente, en apenas seis versos, el titulado "Se está solo", de 1951,
incluido en *Nocturnos*. Y el poema "Si muriera esta noche", de 1952,
incluido asimismo en *Nocturnos*, se traduce, más de veinte años después, en
esos cinco versos brutales que componen el poema número 22 de *No*:
Si te murieras tú
y se murieran ellos
y me muriera yo
y el perro
qué limpieza.
Bebe Vilariño del mismo manantial en que lo hacen los poetas
neotradicionalistas, pero allí donde ellos se encandilan con la risa del
agua, con sus destellos, con su frescura, con sus remolinos, Vilariño se
abisma en el rostro que oscuramente la contempla reflejado en la hondura.
III
Los primeros inventarios más o menos exhaustivos de la primitiva lírica
popular española tuvieron lugar por los años cincuenta del siglo pasado.
Para entonces, Idea Vilariño llevaba publicados ya varios poemarios y andaba
con la primera edición de sus *Nocturnos*, aparecida en 1955. De ese mismo
año data una reseña que hizo del libro *Poemas y antipoemas*, de Nicanor
Parra, publicado el año anterior en Santiago de Chile, donde había provocado
un importante revuelo. Esta reseña establece una polémica e interesante
conexión entre estos dos autores, que en fecha muy cercana publicaban dos
libros fundamentales para la poesía latinoamericana de la segunda mitad del
siglo XX. Dos libros, por lo demás, que, aun partiendo de premisas
radicalmente distintas, y apuntando en direcciones diametralmente opuestas,
coincidían sin embargo en emitir una nota profundamente discordante respecto
a la convención poética hegemónica en su tiempo.
No es ocasión ésta para analizar en detalle la reseña de Vilariño, que
malentiende la maniobra de Parra y el espíritu que lo anima. Este
malentendimiento tiene mucho que ver con la actitud beligerante de Vilariño
tanto hacia los ademanes neorrománticos de la primera parte del libro de
Parra (es decir, la de los "poemas" propiamente dichos) como hacia la
gestualidad equívocamente vanguardista de la parte tercera (la de los
llamados "antipoemas"). Vilariño objeta a Parra su prosaísmo y el recurso a
procedimientos narrativos, deduciendo de una y otra cosa, así como de su
humorismo estridente y de su gamberrismo, "una actitud a priori de poeta
vergonzante que empieza por avergonzarse de sus sentimientos y termina por
avergonzarse de la poesía, que trata de disimularse tomándola en broma,
tomándose en broma, tomando en broma al lector; cohibiendo la amargura, la
rebeldía, la tristeza; disfrazándolo todo".
Pese a lo cual, hacia el final de su reseña Vilariño reconoce a Parra
el mérito de haber sorteado "muchos de los peligros que acechan a los poetas
suramericanos: la divagación, el formalismo y el intelectualismo, el vicio
de las metáforas y del adjetivo por el adjetivo, y –el más difícil y más
cercano- el influjo de Pablo Neruda". Esta enumeración basta para indicar en
qué medida, allá por los años cincuenta, se hallaban los dos –Vilariño y
Parra– en la misma trinchera. De su común resistencia a la "inflación
lírica" dominante en la época, al torrencialismo y al preciosismo de vario
cuño, derivan los dos una poesía desnuda de artificios retóricos, volcada en
una lengua sencilla, transparente, si bien gobernada, eso sí, por una sutil
malla de recursos rítmicos, con un control discreto pero rigurosísimo de la
medida de los versos; regida también por un arte secreto de la estructura
del poema, y siempre atenta a las formas populares, en las que reconocen una
íntima afinidad con su propio quehacer. Conviene recordar, en este punto,
los devaneos de Parra con la cueca chilena y los de Vilariño con el tango. O
los eventuales escarceos de uno y otro como letristas.
La divergencia profunda entre Vilariño y Parra se produce en torno a
la decisiva cuestión del hablante lírico. Los dos se percatan de que es esta
una cuestión medular en la poesía moderna. El yo lírico sobre el que se
había fundado la tradición romántica llevaba décadas en crisis y se hacía
imposible continuar aceptando su fatua prominencia. Parra propone –y tal es
el hilo rojo que recorre el itinerario entero de la antipoesía– que sea la
entera comunidad de los hablantes, a través del lenguaje corriente, la que
ocupe el lugar de ese yo lírico cuyo sostén individual ha quedado entretanto
completamente desarticulado. Por su parte, Idea Vilariño opta por someter a
ese yo lírico a un régimen severo, secarlo de toda grasa retórica, privarlo
de todo atuendo de personalidad, hasta mostrarlo como animal desnudo y
siempre hambriento que gime y se estremece y aúlla y a veces canta y otras
dice no.
IV
La amargura, la rebeldía, la tristeza que, según Vilariño, se obstina en
disfrazar Nicanor Parra, ella las exhibe crudamente en sus poemas. Esa
exhibición, sin embargo, carece de toda marca individualizadora, de tal
forma que nada impide al lector de esos poemas apropiarse de sus contenidos.
Adelgazado hasta la transparencia, el yo de esos poemas nunca se interpone
con el del lector, que con toda naturalidad lo hace suyo. Tampoco la lengua
que en ellos se emplea, asimismo transparente, constituye obstáculo alguno
para esa apropiación. Se cumple así la condición fundamental de la lírica:
la de constituirse en un enunciado que cualquier receptor puede hacer
propio, hacer suyo. Como ha observado con perspicacia Rafael Sánchez
Ferlosio, en la expresión lírica el yo empleado configura un espacio vacío,
un lugar vacante. De hecho, "no hay en la lírica propiamente un receptor,
sino un usuario", de tal modo que "el genuino y singular modo de empleo que
la distingue y la define consiste en que cuando yo leo un poema no soy uno
que escucha, sino uno que dice". Así ocurre muy evidentemente con las
canciones.
En relación a la más culta y sofisticada, la lírica popular optimiza
esta "ocupación" del yo poético por parte del "usuario" del poema. Así es
por virtud de una transparencia máxima del lenguaje que emplea, asociada a
un máximo adelgazamiento del yo del poeta.
La poesía de Idea Vilariño ofrece un ejemplo altísimo de este
proceder, y es por eso que, a pesar de su refinamiento, de su cultura
elevadísima, es lírica popular, asombrosamente memorable, aun sin acudir a
los sortilegios de la rima. Es canción, aun a pesar de su doliente y áspero
nihilismo.
Es, además, y de una forma sobrecogedoramente universal, poesía de
mujer, latido y queja de hembra deseante y herida. La lírica popular
española, en particular la más remota, contribuye a comprender de qué modo
puede sustentarse esta apreciación, pues, como en la de Idea Vilariño, se
percibe en ella, por momentos, una parecida vibración sexual, un temblor
cuya calidad específicamente femenina no es resultado de una
impostación genérica,
ni de un atavismo cultural, sino signo del cuerpo en que la emoción anida.
Quizá –y por muy inconveniente que, en estos tiempos, resulte
preguntárselo– haya una forma de amor, y de desamor, que tuvo su sede
original en el cuerpo femenino. La poesía mística, tan cargada de
sensualidad, invita a esta pregunta, como invitan a hacérsela esos retazos
de voz llegados de tantos siglos atrás y que suenan todavía con voz
inconfundible de mujer. La misma pregunta vuelve a repetirse con la poesía
de Idea Vilariño, que en su cada vez más absoluto desnudamiento arranca al
lector, cualquiera que sea su sexo, un gemido de mujer.