LAS VIDAS MISTERIOSAS DE ARTHUR CRAVAN

Vicente Molina Foix (El País de Madrid) (*)

Arthur Cravan, nacido Fabian Avenarius Lloyd, vivió como en una novela de intriga. Leñador, buen poeta y boxeador, dicen que se ahogó en 1918, pero durante años se cuestionó la realidad de su muerte.

Ésta es la historia de un hombre que se creía hijo de Oscar Wilde y un día desapareció para siempre dentro de una barca de vela. Entre esa fantasía de su origen y ese misterio de su final trascurrieron 31 años de viajes y aventuras, en los que las ciudades y los seres fueron para nuestro hombre algo más que personajes o decorados de una tragicomedia. Fueron sus juguetes, aunque él, en lugar de romperlos después de usarlos, prefirió jugar a destruirse a sí mismo, en el acto tal vez más travieso de su vida.

Contaremos su historia en varias novelas cortas, y saltando de géneros, pues Arthur Cravan protagonizó densos dramas burgueses, vodeviles ligeros, comedias de amor loco, gestas deportivas, road movies, cuentos sobrenaturales y varios episodios de novela negra. Antes, y a modo de corto previo a esta película de suspense, es justo señalar el gran poder de seducción que una figura tan marginal, tan estrafalaria y tanto tiempo olvidada ha ejercido en los últimos treinta o cuarenta años dentro de España: fascinación sobre Eduardo Arroyo, que le pintó y le siguió la pista dentro y fuera del ring; sobre la crítica y escritora de arte Maria Lluïsa Borràs, autora de una muy documentada biografía de Cravan y una exposición-homenaje en el Retiro madrileño en 1993; sobre los dos Enriques catalanes que vieron su sombra, el poeta de Sabadell Enric Casassas y el novelista de Barcelona Enrique Vila-Matas; sobre Gonzalo Armero, que dio cabida en el año 1992 a un excelente dossier sobre el autor en la revista Poesía; sobre el cineasta Isaki Lacuesta, autor del tan interesante falso documental de 2002 Cravan versus Cravan; sobre el poeta Antonio Martínez Sarrión, que le dedica un epígrafe muy agudo en su reciente libro Sueños que no compra el dinero, y, dicho con una mezcla de modestia y orgullo, sobre el autor de estas páginas, que siendo un joven licenciado de viaje en París compró, leyó, subrayó y conservó hasta hoy un librito estrecho y largo publicado aquel mismo año, 1971, cuyo autor, Arthur Cravan, le era totalmente desconocido. Amante de los títulos bizarros y estricto no-fumador, aquel joven licenciado en filosofía se enamoró del que llevaba el librito: J’etais cigare (Yo era cigarro).

El primer capítulo de la novela de Cravan empieza en Lausana, donde nació (el 22 de mayo de 1887), dentro de una familia de clase alta progresivamente inclinada, de generación en generación, a la excentricidad. Este capítulo inicial tiene un motivo de suma importancia para el resto del libro incompleto que vamos a contar: el dinero. El dinero y Suiza son almas gemelas, pero conviene aquí resaltarlo porque a lo largo de su agitada y corta vida, en sus escritos y sobre todo en sus cartas, este guapo y corpulento dandi se pasa el día pidiendo dinero. Lo necesita no sólo para viajar (viaja a menudo de balde o modestamente) o para subsistir, sino para dárselo a la poesía, que es como tirarlo por un balcón que en su caso daba a la Europa a punto de entrar en la I Guerra Mundial. Una Europa en desgarro de la que resultaría, junto al dolor, los millones de muertos y la partición de países posterior al fin de la contienda, un espíritu burlón y despiadado, dadá. El movimiento artiartístico de dadá fue el único grupo de supervivientes que, asqueados de la paz de los cementerios, siguieron haciendo la guerra a las buenas y malas conciencias. Arthur Cravan fue el más puro dadaísta de la historia.

Pero volvamos al apacible trasfondo burgués: un tatarabuelo banquero y heredero de un título nobiliario, un abuelo jurista y consejero de la reina de Inglaterra y, en esa línea de decadencia y fin de raza que tan bien reflejan algunas novelas de Thomas Mann, un Otho Holland, padre del futuro Cravan, ya alejado de los centros de poder para entregarse a sus aficiones (el estudio del griego clásico, la genealogía) y sus, digámoslo así, vicios, como el de la bigamia. Otho Holland abandonó en Lausana a su esposa, Nelly, y al hermano mayor de Cravan, Otho, pocos días después de nacer el segundo hijo, fugándose con su nueva mujer, Mary Winter, a Florencia y a Londres, donde Mary y él se casan y tienen una hija juntos; al cabo de unos meses, esta nueva familia creada por Otho Holland se instala, nada lejos de Lausana, en una villa campestre próxima a Neuchâtel. Nelly, la esposa abandonada, pronto encuentra una compañía, el doctor Henri Grandjean, que acabará siendo su segundo esposo y el benévolo padre adoptivo de sus dos niños.

Todo este trasiego familiar introduce en nuestro relato el género del drama edípico, otro factor presente en la vida (ya es hora de decirlo) de Fabian Avenarius Lloyd, el novelesco nombre de pila que le pusieron sus padres al futuro Cravan. En tanto que Fabian Avenarius, el chico va creciendo en Lausana y mostrando rasgos tempranos de genio (toca muy bien el violín a los nueve años), pero también de mal genio, pues es expulsado del colegio cantonal al que acudía, teniendo que acabar sus estudios de primaria como interno en un severo y exclusivo instituto de St. Gallen. Allí aparece por primera vez el deportista: Fabian se hace nadador y destaca en el equipo de fútbol del instituto.

En 1903 empieza la primera larga fase de vagabundeo de quien aún sigue siendo Fabian Avenarius Lloyd. Acaba sus estudios secundarios en Inglaterra, donde tenía familia, sin abandonar la gimnasia, pero abandonándose a sí mismo: vuelve a tener problemas en la escuela; duerme dos semanas bajo un puente de Londres; viaja, sufragado por su siempre quejosa madre, a Estados Unidos, a Italia y, en un viaje significativo, a Berlín, donde frecuenta los bares homosexuales, se inicia en las drogas y, según el testimonio de un contemporáneo, “tenía la costumbre de pasearse con cuatro prostitutas subidas a sus espaldas”. Expulsado de la capital alemana por las autoridades locales, Fabian vuelve a Lausana sin apaciguarse: no sólo se declara antisocial y cultiva con nuevas estratagemas el amor-odio que madre e hijo sintieron recíprocamente siempre, sino que alardea ante los amigos de sus robos, entre otros el robo violento en una joyería de su ciudad natal. También empieza a escribir en serio, con las habituales pretensiones grandilocuentes de la adolescencia: “Quiero crear nuevas imágenes y no copiar servilmente o incluso variar ligeramente los pensamientos brillantes de ciertos autores”.

En el verano de 1904, doméstico pero de ningún modo domesticado, se produce un acontecimiento importante para él: conoce a su primo Vyvyan Holland, quien, tras el apellido materno que lleva, esconde (él por la fuerza del qué dirán, no por dadaísmo) su paternidad vergonzosa. Vyvyan era el segundo hijo de Oscar Wilde y de su esposa, Constance, hermana de Otho Holland y, por tanto, tía en primer grado de Fabian Avenarius. Aunque los dos hermanos Holland tuvieron buenas relaciones y curiosos paralelismos (ella se casó con Wilde en mayo de 1884; Otho, con Nelly al mes siguiente), la caída en desgracia del escritor irlandés; su proceso y condena por sodomía; su huida, al salir de la prisión de Reading, a París, y su muerte temprana, recién cumplidos los 46, en 1900, dos años después de la de su esposa, Constance, a los 40, convirtió a esa rama de la familia en poco menos que un tabú. Justo lo que necesitaba entonces Fabian Avenarius como tótem personal. Su encuentro veraniego con el primo Vyvyan, seis meses mayor que él, introduce en nuestra novela el “romance familiar” freudiano. Nada más conocer la verdadera personalidad de Vyvyan y las penalidades de su difunto tío Oscar, Fabian se desea hijo de Wilde. Veremos después cómo desarrolla con el autor de El príncipe feliz sus fantasías de ultratumba.

Fogonero en un buque de carga, leñador, poeta en Florencia, bello oficial –“¡es más guapo que Modigliani!”, se diría en Montparnasse–, el capítulo más literario de la vida de Fabian se inicia en 1908, cuando, después de recibir un dinero en herencia familiar, se instala en París, primero en un hotel y después en un piso del 67 de la Rue Saint-Jacques, ambos en el centro del Barrio Latino. Mudado a su domicilio más duradero del 29 de la avenida del Observatorio, en el distrito XIV, nace entonces Arthur Cravan, enterrando definitivamente a Fabian Avenarius. Su personalidad escindida también se bifurca en los caminos a seguir: Cravan confiesa que le duele estar en el París de los cosmopolitas existiendo en otros lugares lejanos leones y jirafas.

“Querría estar en Viena y en Calcuta, / Tomar todos los trenes y todos los navíos, / Fornicar con todas las mujeres y atracarme de todos los platos”.

Son unas líneas de la declaración poética de principios que Cravan publicó en el número 2 de la revista Maintenant (Ahora), que él solo escribía, editaba, anunciaba y vendía por las calles de París en un carrito de mano. “Mi funesta pluralidad”, fingía lamentar Cravan en ese mismo poema, Hie! Es fácil, sin embargo, darse cuenta de lo orgulloso que estaba de sus distintas personas o recreaciones:

“Mundano, químico, puta, borracho, músico, obrero, pintor, acróbata, actor; / Viejo, niño, estafador, granuja, ángel y juerguista, millonario, burgués, cactus, jirafa o cuervo; / Cobarde, héroe, negro, mono, donjuán, rufián, lord, campesino, cazador, industrial; / Fauna y flora: / ¡Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales!”.

El inventario de sus baladronadas (pensó durante un tiempo autoproclamarse rey bajo el nombre de Arthur I), de sus genialidades literarias dentro de una escritura torrencial a veces empantanada, de sus hirientes provocaciones en las conferencias públicas que da en esos años parisienses, alguna de ellas acabada con la intervención de la fuerza pública, alcanza la altura más sublime y demente en la ensoñación o cuento de fantasmas que difunde en el número 3 de la citada revista Maintenant (correspondiente al otoño de 1913), bajo el título ¡Oscar Wilde está vivo! Se relata en ese texto, con todas las pretensiones de la verosimilitud, una supuesta visita que el escritor le hace, 13 años después de su muerte, al sobrino, y en el curso de la cual opina sobre literatura, le da consejos, le cuenta sucesos que le habían acaecido últimamente y le anuncia estar escribiendo poesía y tener ya acabadas cuatro obras de teatro para Sarah Bernhardt. Wilde, que comparece bajo el nombre de Sébastien Melmoth (el que adoptó al instalarse en París en 1897, tras salir de la cárcel), es descrito con crueldad como un anciano de barba y cabellos blancos, labios exangües y dentadura podrida y escrufulosa; no para de reír en toda la entrevista, con una risa, escribe Cravan, “en el absoluto”.

De repente Wilde / Melmoth le pregunta de modo convencional a Fabian (así le llama) por Nelly, cuñada suya y madre del joven. La pregunta le produce a Cravan una rara emoción física, no pareciéndole apropiada; él ha creído siempre, por ciertas insinuaciones familiares, que su auténtico padre no era el bígamo Otho, sino el famoso escritor perseguido de la Inglaterra victoriana. El parentesco no se aclara, y la velada termina con la proposición de que el anciano se vaya de farra con Arthur, a lo que aquél se niega: “Os lo suplico, no pongáis más a prueba a un corazón tentado”, desvaneciéndose a continuación como una sombra. Fabian / Cravan sale tras él gritando su nombre por todo París, pero no le encuentra. “Errando por las calles, volví a casa lentamente, sin dejar de fijar mis ojos en la Luna, caritativa como un coño”.

Cravan reaparece, con la fama de boxeador profesional que en 1910 había llegado a ser campeón de Francia en la categoría de semi-pesados (su adversario no se presentó al combate), en la Barcelona de 1916. Ha huido de Francia, tras recuperar su nacionalidad británica, para no ser movilizado, y el día de la declaración de guerra su amigo Blaise Cendrars dice haberle visto franquear “la amplia desembocadura del Bidasoa, con marea baja, pero arenas movedizas”. En Barcelona, donde se instala y vivirá casi un año por la zona de Gracia y Vallcarca, sigue pasando alternativamente por sobrino o hijo de Oscar Wilde, busca dinero bajo las piedras, frecuenta los gimnasios y las playas de Tossa de Mar, y ama de modo intenso a Renée, la mujer que conoció en París y le acompaña a España. La impostura y las mujeres fueron sus leitmotivs, y a veces, lamentablemente, confundidos: ama mucho o finge amar mucho, y se jacta: “Nunca he podido imaginar que un hombre haya podido ser más hombre que yo”. Más que de machismo habría que hablar en él de funambulismo: su virilidad es un modo de propaganda, y sus dotes pugilísticas, tan dudosas, la carnaza de un showman.

El episodio capital del año catalán de Arthur es su combate con el campeón del mundo Jack Johnson en la plaza de toros Monumental. Es la parte más cómica de la vida de Cravan, y en ella se dan los ingredientes de la farsa, la astracanada y el sainete de costumbres barcelonesas. Johnson paseaba por Europa su fama y una notable gordura sobrevenida, limitándose muchas veces en sus comparecencias a exhibirse más que a pelear. Una crónica de El Mundo Deportivo publicada en marzo de 1916 lo pone sin florituras en letras de molde: “Tan escaso fue el combate que casi hubimos de contentarnos con una contemplación pasiva, escultural, de la enorme corpulencia y férrea musculatura del terrible negrazo”. Cravan le desafía, y Johnson acepta; La Il.lustració Catalana se refiere crudamente al desafío de Arthur: “Hay una pasta de 50.000 francos por los que vale la pena dejarse hacer una cara nueva”.

No se llegó a tanto estropicio. El acontecimiento, muy publicitado en los medios de la época, quedó algo deslucido, ya que el día elegido, el 23 de abril, “no era muy a propósito para la celebración del combate, puesto que en la misma tarde se jugaba un interesante partido de fútbol y además medio [sic] Barcelona se había ido al campo a celebrar la tradicional Fiesta de Pascua” (según el relato de El Mundo Deportivo). Anunciado en veinte rounds de tres minutos cada uno, Cravan, a pesar de haber estado entrenando duramente (bajo los flashes de los fotógrafos de prensa), cayó sobre la lona en el quinto y quedó KO en el sexto; cuentan los cronistas que el campeón americano alargó sin saña una pelea que podría haber resuelto con el primer puñetazo más por contratación (se estaba filmando) que por compasión, encontrándose frente a sí a “un ente inofensivo, más cargado de miedo que de otra cosa”.

¿Fue Cravan, además de un fantasma, un calavera? La descripción que de él hizo León Trotski en Mi vida no es muy halagüeña. Pasando revista a la “poco atractiva” galería de pasajeros embarcados el 16 de diciembre de 1916 en el puerto de Barcelona a bordo del paquebote Montserrat con destino a Nueva York, el dirigente político habla de “un boxeador y literato ocasional, primo [sic] de Oscar Wilde, [que] confesaba francamente que prefería demoler la mandíbula de los señores yankis, en un deporte noble, a dejarse hacer pedazos por un alemán”. El buque no sufrió ningún ataque de los submarinos germanos, y tanto Trotski como Cravan llegaron sanos a Nueva York, presumiblemente sin cruzar muchas palabras. Más expresivo que Trotski se mostró su amigo de París y de Cataluña Francis Picabia, que un mes después de zarpar el Montserrat escribió que Cravan, el desertor de varios países, iba a Estados Unidos a dar conferencias: “¿Irá vestido de hombre de mundo o de cowboy? En el momento de la partida, él se inclinaba por el segundo atuendo y tenía el propósito de hacer una impresionante entrada en escena: montado a caballo y disparando a las arañas del techo con su revólver”.

El escritor ocasional se hace enseguida notar entre los círculos de vanguardia neoyorquinos, poblados entonces de una primera oleada de emigrantes europeos, y alguno de ellos recelosos del recién llegado. Cravan, mientras no deja de escribir cartas de amor encendido a Renée, que sigue en España, conoce y se enamora de la sugestiva poeta y pintora de origen inglés Mina Loy. Es el arranque del episodio final: la novela de misterio.

Arthur Cravan se reinventa de nuevo. “Soy lo que soy: el bebé de una época”, y deslumbra en América con sus afrentas, con su físico poderoso, también con sus anticipaciones de un radical irracionalismo literario. André Breton, que le incluyó con cierta irónica condescendencia en su Antología del humor negro de 1939, presentó tres años después en la legendaria revista VVV un largo texto inédito (y póstumo, claro está) de Cravan, escribiendo en su introducción que “los conocedores respirarán en esas páginas el clima puro del genio, del genio en su estado bruto. Durante largo tiempo, los poetas volverán a beber en ellas, como si fueran un manantial”.

El último año de la vida conocida de Cravan, el que va desde septiembre de 1917 hasta comienzos del otoño de 1918, es trepidante. Viaja por todo el este de Estados Unidos, vistiendo a veces ropas de soldado; pasa a Canadá, en este caso disfrazado de mujer y trabajando en granjas; se enrola en un barco pesquero danés y llega a México, donde, según Blaise Cendras, otro gran fantasista, Arthur cruzó a nado la frontera del río Grande y se puso a buscar unas minas de plata de las que le habían hablado. Desde distintos lugares de México, Cravan desarrolla por carta su pasión, muy correspondida, por Mina Loy. Unas veces se muestra depresivo: “Soy el hombre de los extremos y del suicidio”; otras, exultante de amor: “Después de haberte conocido, ninguna mujer puede tener para mí sabor sobre todo desde el punto de vista moral, y tú sabes que el resto me importa muy poco”. Le escribe sin parar, en el mes de diciembre de 1917 casi a diario, en francés siempre, y un día, 30, tres cartas. Lamenta que Mina no sepa español, pues “sólo en esa lengua puedo expresar realmente mis sentimientos”. El último día del año le manda a Mina la última carta que se conserva de él, y que acaba así: “La vida es atroz”.


El desenlace tardaría casi diez meses en producirse. Unos días después de la petición que Arthur le hace por carta a Mina –“envía un bucle de tu cabello o más bien ven con todos tus cabellos”–, llega ella a México, casándose allí la pareja a los pocos días. Siguen viajando, en un frenesí que parecería desde fuera, y desde nuestro tiempo, plenamente feliz. Arthur la tiene a su lado, hace con ella lo que más le gusta, moverse de un lugar a otro, y Mina está profundamente enamorada del que llamaba Colossus. Asustada cuando le conoció en Nueva York –había oído que él podía matar a un hombre con la presión de dos dedos, y que “era capaz de derribar un edificio por una simple contrariedad”–, la artista fue siendo seducida irresistiblemente, aceptando los términos de la peculiar relación con “un fantasma que sólo tomaba forma en las horas en que debía manifestarse”. Muchos años después de la desaparición de Arthur, Mina aún contestaba a la pregunta de un cuestionario de The Little Review sobre el momento más feliz de su vida con estas palabras: “Todos los momentos pasados con Arthur Cravan”, siendo, añadía, el más desgraciado “el resto de mi vida”.

Los recién casados hacen planes, siendo el peor suicidarse juntos por la miseria en que viven ahora. Lo descartan. Cravan vuelve al boxeo, dando clases y peleando (con poco éxito); su nombre aparece en revistas deportivas mexicanas, y a veces, cuando viajan por el interior del país, sacan unos pesos actuando al aire libre. Mina había sido actriz, y bastante buena, se decía. En septiembre de 1918 deciden viajar a Buenos Aires con una pareja amiga y establecerse allí. Por motivos seguramente económicos harán el viaje por separado: ella y la amiga, en una embarcación sanitaria con bandera japonesa; Arthur y el amigo, en el medio de transporte que encuentren. Mina llega a Buenos Aires y empieza a esperar a su marido. Está embarazada.

Nunca más se supo de él, y las versiones sobre ese final abierto siguen también abiertas. Una de las últimas, la de Philippe Dagen en su reciente novela Arthur Cravan n’est pas mort noyé (Arthur Cravan no murió ahogado), le devuelve a París, donde otros aseguraron haberle visto muchos años después de 1918 vendiendo por los bulevares las obras completas de Oscar Wilde. Se tienen indicios de que Arthur y su amigo tomaron una pequeña barca en Veracruz e iniciaron la travesía del tormentoso golfo de México. Hay quienes prefieren darle por muerto en una reyerta de cantina en la frontera con Estados Unidos. En abril de 1919, Mina, que esperó meses en Buenos Aires haciendo inútiles pesquisas policiales antes de regresar a Inglaterra, da a luz en el condado de Surrey a Fabienne, la hija engendrada por su marido.

En sus días más dadaístas de París, Arthur Cravan, desaparecido a los 31 años, escribió la siguiente frase, que, si fuéramos tan atrevidos como él, podríamos poner en una lápida de su tumba sin cuerpo: “Tenía 34 años y era cigarro”.

(*) Retrato de Arthur Cravan, por Jean-Paul-Louis Lespoir.